Estoy total y absolutamente convencida de que si bien nos queremos más que a los demás, nos importan más sus opiniones que las nuestras. Supongo que es porque son opiniones parciales, porque los demás no nos quieren como nos queremos a nosotros mismos. Me pregunto, incluso, quién sería yo si no fuese porque hay otro para mirarme y opinar. Hace poco tuve un episodio en terapia:
- Bueno, no sé qué más contarte. ¿Qué pensás?
-¿De qué?
- No sé, de todo lo que te conté. De mí.
- Pienso que es muy prematuro para pensar algo. Más adelante, con más encuentros, te voy a decir lo que pienso.
- Lo que pasa es que si te tomás tu tiempo para pensar qué pensás de mí, para el momento en que me digas tu opinión, va a ser una muy absoluta. No voy a poder refutarte nada porque todo va a cerrar herméticamente. No quiero saber tu opinión perfecta, quiero saber tu opinión instintiva. La de la primera impresión.
- ¿Y por qué pensás que vas a querer refutarme lo que opine sobre vos?
Silencio.
- Porque vas a tener razón.
Silencio.
-¿Dejamos acá?
Siempre me la termina con esa clásica pregunta que se recibe más como un desgarro anal que como una propuesta.